Loja en Cuentos de la Alhambra
Loja aparece en el capítulo "El Viaje", de Cuentos de la Alhambra, escrito por Washington Irving en 1829, cuya versión definitiva se publicó en 1851
El Viaje
[...]
La última escena que referiré es una velada en la pequeña ciudad de Loja. Éste fue un famoso apostadero fronterizo beligerante en tiempos de los moros, que hizo frente a Fernando desde sus murallas; fue la guarida del viejo Aliatar, sueño de Boabdil, desde donde este fiero veterano se lanzó con su yerno a una desastrosa correría que concluyó con la muerte de su jefe y la prisión del monarca. Loja está agrestemente situada en un quebrado paso montañoso a orillas del Genil, entre rocas y montañas, y jardines, y la población parece conservar todavía el intrépido espíritu de fiereza de los tiempos pasados. Nuestro mesón estaba en relación con el sitio. Hallábase al frente de él una joven y hermosa viuda andaluza, cuya adornada basquiña de seda negra con franjas de abalorios dejaba ver los encantos de sus graciosas formas y de sus torneados y flexibles miembros. Su andar era firme y delicado; sus ojos, negros y llenos de fuego; y la coquetería de su porte y los variados adornos de su persona indicaban que estaba acostumbrada a que la admirasen.
Hacía la hembra buena pareja con un hermano suyo, casi de su misma edad, y eran ambos tipos perfectos de majo y maja andaluces. Él era alto, vigoroso y bien formado, de color aceitunado claro, negros y chispeantes ojos y rizadas patillas de pelo castaño que se unían por debajo de la barba. Estaba donosamente vestido con una chaquetilla corta de terciopelo verde, ajustada a su talle, y ricamente adornada con botones de plata, con un blanquísimo pañuelo en cada bolsillo. Llevaba calzones de lo mismo, con hileras de botones desde la cadera hasta la rodilla, pañuelo de seda color de rosa al cuello, sujeto con una sortija sobre la pechera de la camisa, admirablemente rizada; faja alrededor de la cintura para que hiciera buen contraste, botines de cuero encarnado, elegantemente trabajados y abiertos por la pantorrilla, enseñando sus medias; y, por último, zapatos que dejaban ver un pie muy pulido.
Luego que estuvo un rato en el zaguán llegó un jinete y trabó con él formal conversación en voz baja. Venía vestido por el mismo estilo y casi con el mismo refinamiento, y era un hombre como de unos treinta años, de complexión vigorosa y de rígidas facciones romanas, guapo, aunque ligeramente picado de viruelas, y con aire franco, audaz y algún tanto atrevido. Su poderoso caballo negro hallábase adornado con borlas y caprichosos jaeces, y llevaba un par de bocachas colgando por detrás de la silla. Mostraba el aire de uno de esos contrabandistas que he visto en las montañas de Ronda. Sin duda alguna, tenía gran confianza con el hermano de mi posadera, y -si no me equivoco- era el predilecto admirador de la viuda. En suma, la posada entera y sus huéspedes tenían cierto aspecto contrabandista, y los trabucos andaban en un rincón al lado de la guitarra. El jinete que he descrito pasó la noche en la posada y cantó algunos picarescos aires de la Serranía con mucha gracia. Cuando estábamos cenando, dos pobres asturianos se acercaron, mendigándonos míseramente alimento y posada. Habían sido asaltados por los ladrones al venir de una feria por las montañas; les habían robado un caballo en que llevaban todo su capital comercial; los despojaron del dinero y de sus ropas; los habían maltratado por haber hecho resistencia, y los dejaron casi desnudos en la mitad del camino. Mi compañero, con espontánea generosidad, natural en él, les pagó la cena y una cama, y les dio una cantidad de dinero para ayudarles a volver a sus casas.
Más entrada la noche se aumentaron los personajes del drama. Un hombre como de sesenta años, de fornida y vigorosa naturaleza, entró impertérrito hacia adentro a charlar con mi posadera. Vestía el ordinario traje andaluz, pero llevaba un enorme sable debajo del brazo, con largos bigotes, y ostentaba un marcado aire de valentón. Parecía como que todos le miraban con gran respeto.
Nuestro Sancho nos dijo en voz baja que era don Ventura Rodríguez, el héroe y campeón de Loja, famoso por sus proezas y por la fuerza de su brazo. En tiempos de la invasión francesa sorprendió a seis soldados que estaban dormidos: ató primeramente sus caballos, y, después les acometió sable en mano, matando a uno y haciendo prisioneros a los demás. Por este hecho de armas le señaló el rey una peseta diaria y fue dignificado con el título de Don.
Me gustaba observar su ampuloso lenguaje y ademanes. Era un perfecto andaluz, muy pagado de su bravura. Tan pronto tenía el sable en la mano como debajo del brazo; lo llevaba constantemente consigo, como una niña lleva una muñeca; le llamaba su Santa Teresa y decía que cuando lo sacaba «temblaba la tierra».
Permanecí hasta hora bastante avanzada contemplando las varias conversaciones de este abigarrado grupo, donde hablaban todos con la poca reserva propia de una posada española; tuvimos canciones de contrabandistas, historias de ladrones, hazañas de guerras y leyendas moriscas. El fin de fiesta estuvo a cargo de nuestra hermosa posadera, y consistió en una poética relación de Los infiernos de Loja, tenebrosas cavernas en cuyos subterráneos hacen un misterioso ruido corrientes y cascadas de agua. El vulgo cree que hay allí encerrados monederos falsos desde tiempo de moros, y que los reyes moriscos guardan sus tesoros en estas cavernas.
Podríamos llenar las páginas de esta obra con los incidentes y sucesos de nuestra accidentada expedición, si fuera éste el objeto de ella; pero perseguimos otro fin. Prosiguiendo nuestro viaje, salimos de las montañas y entramos en la deliciosa vega de Granada. Aquí hicimos la última merienda, a la sombra de unos olivos y a orillas de un riachuelo, con la vieja ciudad morisca en lontananza, coronada por los picos de Sierra Nevada, brillante como la plata. El día estaba sin nubes y el calor del sol atemperado por las frescas brisas de la montaña; después de la comida tendimos nuestras mantas y dormimos nuestra última siesta, acariciados por el zumbido de las abejas entre las flores y por los arrullos de las palomas torcaces en los cercanos olivares. Cuando pasaron las horas del calor emprendimos de nuevo la marcha; y, después de haber pasado por entre vallados de pitas y chumberas y por un laberinto de huertas, llegamos, al ponerse el sol, a las puertas de Granada.
Enlaces externos
- Cuentos de la Alhambra, en Cervantes Virtual
Principales editores del artículo
- Jannot (Discusión |contribuciones) [3]
- Fátima (Discusión |contribuciones) [3]
- Faunaiberica (Discusión |contribuciones) [1]