Aparición de Nuestra Señora la Virgen de la Cabeza
Entre los cristianos que a la expulsión de los moriscos poblaron la villa de Zújar, figuraba un cirujano llamado Miguel De Martos, casado con Isabel de Alcalá, vecinos ambos de Quesada y de familia distinguida, como lo prueba la preeminencia de que el dicho Martos disfrutaba de llevar una vara del palio cuando salía en público el Santísimo Sacramento, honor que solo era en aquellos tiempos reservado a los que tenían este privilegio, heredado de sus mayores. Entre otros bienes que por el repartimiento se concedieron a este matrimonio, figuraba una casa situada en la plaza, frente a la puerta principal de la Iglesia Parroquial, lindante con la rambla de que ya hicimos mención y contigua al puente que desde la nombrada plaza daba paso a la arruinada alcazaba.
Muerto el cirujano Miguel de Martos, siguió habitando la casa su viuda Isabel de Alcalá, en compañía de sus hijos Miguel y Matias y su nieto Bartolomé, hijo de éste. Una noche llegó a Zújar un venerable anciano en traje y aspecto de ermitaño, que llevaba bajo su brazo una pequeña caja o arqueta de madera. Cansado de la larga caminata que, según dijo, llevaba, solicitó albergue en distintas casas de la población, sin obtener otra cosa que un frío ¡Dios le ampare! o una seca negativa, hasta que llamando a la puerta de la vivienda de la familia Martos, ésta le fue inmediatamente franqueada por su caritativa dueña. Habiendo cenado los moradores de la hospitalaria vivienda, sin lograr que aquel desconocido les acompañase en su colación, descubrió éste el cofrecito de que era portador y mostroles con mucha veneración una pequeña y primorosa imagen tallada, que representaba a la Santísima Virgen con el Divino Niño en sus brazos y a la cual dio el peregrino el título de Nuestra Señora De La Cabeza. A ruegos del mismo, preparó la hospitalaria viuda un pequeño altar en una habitación que había designado para que el forastero pasase la noche; y habiendo colocado en él la imagen, alumbrada por dos velas, rezó toda la familia ante ella el Santo Rosario con extraordinaria devoción, conmovidos por la solemnidad del momento, la belleza de la escultura y el ejemplo y aspecto venerable del misterioso desconocido.
Hasta aquí, el hecho nada tiene de extraordinario ni sobrenatural: pero si las circunstancias que siguen. Retiráronse todos a descansar, después de terminada la piadosa oración y de manifestar el caminante que al al amanecer reanudaría su interrumpido viaje. Ala mañana siguiente, habiéndose levantado los moradores de la casa y viendo que el pasajero no daba muestras de aparecer, llamaron repetidas veces a la puerta de su habitación y nadie les contestó, lo que grandemente llamó la atención pues que las puertas aún se mantenían cerradas y no había indicio alguno de que el desconocido se hubiese marchado. Intrigados por ello, llamaron a algunos vecinos, temiéndose algún mal suceso, y forzaron la puerta, que permanecía cerrada por el interior. El asombro que de todos se apoderó no es para descrito...
La cama en que el desconocido debía haber pasado la noche se hallaba intacta; en la habitación no quedaba vestigio alguno del misterioso huésped, y sobre el improvisado altar aún estaba la Imagen de Nuestra Señora, alumbrada por los mismos dos cirios, que, como si en aquel preciso momento hubiesen sido encendidos, no se había de ellos consumido ni la más mínima porción. La noticia corrió por toda la villa como un relámpago; no quedó un solo vecino que no acudiese presuroso a presenciar por sus ojos el maravilloso suceso, y muy pronto quedó inundada la casa de gentes de todas clases, condiciones y edades que, fervorosas, se proternaron ante aquella bendita imagen de la Reina de los Cielos, que, como especialísimo don, les había dejado aquel incógnito personaje a quien todos calificaron de ángel enviado de Dios, por lo misterioso de su llegada y desaparición. Llamados los eclesiásticos de la villa, entre ellos el Beneficiado de la Parroquia, que a la sazón era el Lincenciado Don Francisco Ortiz de los Ríos, tomaron la sagrada Imagen reverentemente en sus manos y la condujeron, entre un apiñado gentío que presenciaba absorto y emocionado el tierno espectáculo, a la Iglesia Parroquial, en donde, en sitio preferente, fue colocada cual preciada reliquia enviada por la Divina Providencia.
Es tradición recibida de padres a hijos, que las dos velas que alumbraron a la Virgen durante aquella histórica noche y que, aunque estuvieron después muchas horas ardiendo, no llegaron a sufrir merma alguna, fueron repartidas en trozos muy pequeños entre todo el vecindario, como prenda que era de gran estima. Se dice también, como cosa cierta, que la mesa sobre que la Virgen estuvo colocada es la misma que hoy se conserva en el camarín y que solo se utiliza para poner en ella a dicha venerada Imagen.
Ignórase el año en que tuvo lugar la aparición, pues no consta en ninguno de los documentos que hemos examinado ;pero si podemos afirmar que fue hacia el año 1620. El más antiguo documento que hemos encontrado, de los que hacen mención de esta Imagen, es una partida de defunción, de fecha 7 de Enero de 1623, en que hallamos que un vecino de Zújar deja al morir, entre otras mandas, dos misas a Nuestra Señora de la Cabeza, corrobórase esta nuestra afirmación por el dato, no menos exacto, de que el tal año ya era fallecida Isabel de Alcalá. No es mucho precisar, ciertamente;más falta de noticias más concretas, hemos de contormarnos con ello.
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